Acerca de la Inquisición Española

5 junio 2021

A día de hoy, persiste la creencia de que hubo una convivencia pacífica en los reinos medievales peninsulares entre cristianos, musulmanes y judíos. La realidad fue que se trató más bien de una tolerancia impuesta. La crisis del siglo XIV desata una oleada de antisemitismo en toda Europa. Los cambios sociales, económicos y políticos, las guerras y sobre todo la propagación de la peste negra, que diezmó en un tercio la población europea a mediados de la centuria, marcan un dramático cambio. Tal cúmulo de desgracia y muerte es percibida por las gentes como un castigo divino. Hábilmente utilizado por el poder político y religioso, el recelo se extiende imparablemente, hasta el punto de que la presencia del “pueblo deicida” entre cristianos se considera inadmisible.

Enrique II de Castilla, el primer Trastamara, ya utilizó la propaganda en contra de los judíos para alzarse en el trono en 1369.

Se producen las primeras matanzas, aunque paradójicamente, saben que sólo el poder real puede defenderlos, de modo que permanecen leales a la Corona. Comienza el fenómeno de las conversiones, que va en aumento durante todo el siglo XV. Los Reyes Católicos aprueban en las Cortes de 1480 una serie de medidas para los judíos que permanecen fieles a su fe de las que hay que destacar dos: llevar un distintivo en su ropa y vivir en barrios separados. No es la primera vez que estas disposiciones son aprobadas en unas Cortes, pero sí la primera en que realmente se ponen en práctica.

Es importante matizar el punto de vista de la Iglesia con respecto a los conversos: el derecho canónico considera válido e inquebrantable el bautismo, aunque se haya llevado a cabo en contra de la voluntad del bautizado. No será ya libre de retractarse. No nos extrañemos entonces de que en las sociedades del Antiguo Régimen, profundamente impregnadas de la religiosidad transmitida desde el púlpito, se dude de la autenticidad de la fe católica de los conversos. Por tanto, cualquiera de ellos que practique el judaísmo en secreto es un hereje. De modo que Isabel y Fernando culminan un proceso ya esbozado en reinados anteriores: la expulsión de la comunidad judía no conversa, la obligación de los musulmanes también a convertirse y la implantación en todo el territorio de la Inquisición. Todas estas medidas, dictadas entre los años 1478 y 1502 responden al mismo propósito: instaurar la unidad de fe y combatir la herejía.

La reina Isabel y sus consejeros más allegados, Hernando de Talavera, descendiente de conversos, y el cardenal Mendoza, eran partidarios de practicar medidas evangelizadoras entre la población en lugar de medidas coercitivas con el fin de lograr auténticas conversiones, que se producían lentamente y en ocasiones no eran duraderas. Sin embargo, en 1480 los conversos estaban en proceso de plena integración, mientras que el número de judíos ortodoxos descendía constantemente. Aunque el grueso de la población era antisemita, siempre hubo judíos y conversos en el entorno cercano a los reyes, antes y después del establecimiento de la Inquisición. La orden de expulsión de los judíos que se negaran a abrazar la fe católica, a pesar de lo que ciertos sectores han mantenido, no se debió al racismo ni a la codicia de apropiarse de sus bienes, pues a la larga resultó económicamente perjudicial: paralización de ciertos negocios, disminución en la recaudación de impuestos, etc. Se impusieron los objetivos ideológicos que pronto seguirían otras potencias europeas: el soberano se arroga el derecho de imponer a sus súbditos una determinada fe, que habrá de ser la misma en todos sus territorios. No olvidemos que estos territorios eran en realidad sus posesiones patrimoniales, transmitidas por herencia.

El proceso evangelizador no daba los resultados esperados, de modo que los reyes solicitaron el permiso del papa Sixto IV para instalar inquisidores en sus reinos.

A partir de 1488, los reyes obtienen la potestad de designar a los futuros inquisidores generales. Es una hábil jugada, porque a partir de este momento la defensa de la fe en España depende de un tribunal que, si bien actúa por designación papal, en realidad está bajo el poder civil. El personaje que dio forma a la Inquisición en todo el territorio español es el dominico Tomás de Torquemada, convirtiéndola en una institución centralizada y dándole su primer código de procedimiento. En 1481 se celebra en Sevilla el primer auto de fe, naciendo así en la práctica el Santo Oficio, con el único propósito de perseguir y combatir la herejía. Permanecerá hasta 1834.

El periodo de implantación de la Inquisición en las Coronas de Castilla y Aragón fue el más sangriento de toda su historia. Las condenas más numerosas se produjeron en Andalucía, en el recién conquistado reino de Granada, seguida de Ávila, Valladolid y  Valencia, donde abunda la población morisca. En total, se considera que unos dos mil judaizantes, o considerados como tales, perecieron en la hoguera entre 1480 y 1500. La brutal represión hace caer en picado el número de judaizantes, pero sigue habiendo marranos (los que siguen siendo judíos en secreto) en España, viviendo en el constante temor de ser denunciados y practicando una religión deformada. Con los moriscos (musulmanes obligados a convertirse) no se tomaron medidas tan coercitivas como con los judaizantes, rara vez se decretan condenas de muerte. A pesar de ello, en la segunda mitad del siglo XVI oficialmente ya no quedan musulmanes en España.

La Inquisición toma su nombre del latín inquisitio, es decir, “búsqueda”. Los inquisidores buscan la verdad de una acusación en materia de fe. El juez puede actuar a raíz de una denuncia anónima o de un simple rumor público para iniciar una investigación. Todas las campañas se inician con un edicto de fe. Era costumbre leer el edicto una vez al año, un domingo de Cuaresma, haciendo una invitación solemne a denunciarse a sí mismo si cree ser hereje, o a otros de los que se sospecha que pueden serlo. Se explicaba a los fieles cómo reconocer a un judaizante, lo que también representaba un problema: se daba información sobre la herejía a fieles que jamás habían tenido contacto con ella, por ejemplo a los conversos de segunda o tercera generación. Con el tiempo, el edicto de fe dejó de tener razón de ser. En el siglo XVIII no era más que una simple formalidad.

Un buen medio para deshacerse de un competidor era denunciarlo a la Inquisición. Todo lo que rodeaba al proceso era secreto, incluso sus cárceles lo fueron, aunque no eran ni más ni menos sórdidas que las ordinarias. El Santo Oficio tuvo tanto celo en mantener sus secretos, que no era posible obtener copias de sus estatutos ni de sus documentos. Al detenido no se le permiten visitas más que las de sus abogados, que no se encargan de su defensa, sino de invitarle a confesar. Pueden pasar meses sin que sepa de qué se le acusa, ni quién le ha denunciado. La instrucción concluye cuando el acusado lo pide, no el fiscal, pues si lo hiciera, se deduciría que ha agotado sus argumentos. En los casos en los que no hay una condena, el acusado no es absuelto, incluso cuando se sabe que ha sido víctima de falsos testimonios. El tribunal pronuncia una suspensión del caso, que puede ser reabierto posteriormente, pero no se declara inocente a un acusado. El Santo Oficio nunca se equivoca, basta con decir que no se han encontrado pruebas suficientes.

Todos los tribunales, de la Inquisición o de la justicia ordinara, emplearon la tortura como medio de coacción. Contrariamente a lo que se cree, la Inquisición la empleó menos que otros, no por un sentimiento humanitario, sino por considerarla poco eficaz. En esta época, justicia y tortura iban unidas en todo tipo de tribunales y tanto dentro como fuera de España, se empleó el tormento para lograr confesiones. Es  necesario remarcar que sobre la Inquisición española planea la leyenda negra procedente en especial del mundo anglosajón. Pese a ello, es verdad que el Santo Oficio actuó con extrema crueldad, de la misma envergadura que imperaba en Europa en la persecución a los católicos.  El hispanista e historiador francés Joseph Pérez y la profesora de la UCM María del Pilar Rábade, sostienen que el 90% de los acusados que pasaron por los tribunales inquisitoriales en España no fueron sometidos a tortura. Esta se empleó mayoritariamente en los primeros años de su existencia. La explicación es sencilla: al condenado le bastaba con entrar en las cámaras y ver los instrumentos con los que iba a ser atormentado para confesar. La regla prohíbe que se derrame sangre o se mutile al acusado, por lo que los procedimientos más habituales de tormento eran el potro, donde se colocaba al procesado sobre una tabla atado de pies y manos y se estiraban sus extremidades con una polea hasta dislocarlas, o la tortura del agua, colocando al prisionero con la cabeza más baja que los pies y haciéndole tragar cántaros de agua.

En el caso de los pertinaces, es decir, los que se obstinan en el delito, se aplica siempre la pena de muerte. Los impenitentes, los que no piden perdón, son quemados vivos, mientras que los arrepentidos son estrangulados antes de colocarlos en la hoguera. Al ser un tribunal eclesiástico, entregaba a los condenados a la justicia ordinaria para la ejecución de las sentencias. En 1578 el jurista Francisco Peña recordaba que la finalidad de la condena no es salvar el alma del condenado, sino garantizar el bien público e inspirar temor al pueblo. Ese es el objetivo del auto de fe, una manifestación pública y solemne de adhesión al catolicismo. Los de 1559, destinados a acabar con los focos de luteranismo de Valladolid y Sevilla recogen la forma adoptada por el inquisidor general Valdés y será la definitiva. El famoso sambenito, túnica de infamia, simboliza la infamia del culpable y de sus descendientes. No todos los reos llevan el mismo, el color y la forma variaban según la naturaleza del delito y la pena dictada. Hay obras que testimonian el proceso, desde la espera interminable de los reos a ser sentenciados (Goya, Leonardo Alenza), hasta el momento final culminado en el auto de fe, como en el famoso Auto de fe el 30 de junio de 1680 en la Plaza Mayor, de Francisco Rizzi.

Sobre los autos de fe se han difundido ideas erróneas. No se ejecutaba a nadie durante la ceremonia, sino después de ella, cuando los condenados se entregaban al brazo secular para ser conducidos al lugar de la ejecución, a la que no acudían las autoridades. A los Austrias les gustaban estas ceremonias, no por sadismo, puesto que no presenciaban las ejecuciones, sino por la pompa: procesión, misa, sermón… Con los Borbones los autos de fe fueron cada vez más escasos y discretos, no porque los reyes hayan cambiado de opinión, sino porque con el paso del tiempo, la Inquisición dejó de ser lo que era.

Jaime Contreras y Gustav Henningsen han evaluado el número de víctimas del Santo Oficio en unas 125.000. De ellas, aproximadamente 10.000 fueron condenas de muerte a lo largo de su historia. Estamos lejos de las cifras que se barajan habitualmente y lejos también de las causadas por las guerras de religión en Europa. Sólo en la noche de San Bartolomé murieron en París 30.000 personas.

España participó menos en la caza de brujas que otros países. No se da con la misma intensidad la fobia que se desató en Europa en los siglos XVI y XVII. De hecho, hasta 1530 no se designa a la Inquisición como único tribunal competente en asuntos de brujería y en territorios como Cataluña, son pronto juzgados en tribunales civiles, donde comparativamente, las condenas son mucho más severas. En el siglo XVIII en cambio da la impresión de que la brujería es la actividad fundamental del Santo Oficio (recordemos nuevamente las obras de Goya), cuando ya deja de tener importancia en Europa.

España no fue ni la primera ni la única nación católica que elaboró un índice de libros prohibidos. El publicado por el inquisidor Valdés incluye obras de Erasmo, traducciones de las Sagradas Escrituras, obras de fray Luis de Granada o de Juan de Ávila. Fray Luis de León pasó cuatro años en prisión. En 1583 se prohíben obras consideradas contrarias a la moral y las buenas costumbres. Algunas son de Ovidio, Horacio y el Decameron de Bocaccio. En el siglo XVII se incluyen en el índice las obras de Voltaire, Bayle y el Teatro crítico del benedictino Feijoo. Aunque no había razón para suprimir obras de carácter científico, se prohibieron algunas de medicina, biología o botánica, no por su contenido, sino por el supuesto protestantismo de sus autores. Curiosamente, no incluyó las obras de Galileo, procesado por la Iglesia en 1634. La universidad de Salamanca autorizó las enseñanzas de Copérnico varios años después de que fueran condenadas por Roma, pero rechazó las de Kepler porque en ellas elogiaba al rey de Inglaterra como defensor de la fe. El objetivo del índice de libros prohibidos es evitar la propagación de cualquier medio que dé lugar a la libre inspiración o al desarrollo del espíritu crítico. Este es uno de los motivos que llevan a la detención de Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo y primado de España, teólogo brillante que había representado a la Monarquía Hispánica en el Concilio de Trento. Publicó un Catecismo que contenía ciertos puntos “sospechosos” y supuestamente, no había denunciado a luteranos condenados en 1559. Sus textos fueron minuciosamente examinados, desnaturalizando por completo el objeto de su obra, hasta el punto de que ciertos pasajes censurados en la creencia de que son de Carranza, son realmente citas de San Jerónimo y San Agustín, doctores de la Iglesia. Dada su condición de arzobispo, exige ser juzgado por el papa. El caso se convierte en un asunto de Estado por la negativa de Felipe II a la intervención papal en lo que considera asuntos internos, pero cede ante la amenaza de ser excomulgado. Su proceso se prolongó durante diecisiete años, permaneciendo varios de ellos prisionero en el Castillo de Sant Angelo. Murió tan sólo unos días después de ser absuelto.

Desde Fernando e Isabel, todos los reyes utilizaron la Inquisición con fines políticos. De hecho, su permanencia durante más de tres siglos estuvo orientada a este fin, cuando ya estaba más que superado el motivo por el que fue implantada. La Ilustración española mantiene una cierta ambigüedad, se quieren introducir reformas, pero sin grandes cambios. La Constitución de Cádiz mantiene el crimen de herejía, pero son los obispos quienes asumen las competencias que hasta entonces recaían en los inquisidores. Es Napoleón quien acaba de un plumazo con el Santo Oficio. Repuesto en el trono, Fernando VII lo reactiva, pero seis años más tarde los liberales restablecen la Constitución de Cádiz y la suprimen de nuevo. Cuando los cien mil hijos de San Luis acaban con el régimen constitucional, Fernando VII no lo resucita. Crea en su lugar las Juntas de Fe.

La Inquisición fue abolida definitivamente por un decreto de la regente María Cristina en 1834.

Sagrario Alijarcio.
Documentalista AntiguoRincon.com

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