Ayacucho. La victoria decisiva de Bolívar. Por José Luis Hernández Garvi

27 noviembre 2020

 

Hoy os traemos una entrada especial, de la mano del escritor José Luis Hernández Garvi.

Esperamos que lo disfrutéis tanto como nosotros.

 

INTRODUCCIÓN

En 1814, España atravesaba por uno de los momentos más trascendentales de nuestra convulsa Historia. Tras librarse de la traumática ocupación francesa, el Gobierno recién instaurado de Fernando VII tuvo que hacer frente a un grave problema en las colonias americanas. Inspirada por el modelo de Estados Unidos, una corriente emancipadora recorrió todo el continente, encendiendo la llama de la libertad entre todos aquellos que deseaban la independencia. Liderados por Simón Bolívar, emprendieron una serie de campañas militares que les llevaron hasta la llanura de Ayacucho, escenario elegido para la batalla final contra las fuerzas realistas españolas.

 

LA FORJA DE UN LÍDER

Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios Ponte y Blanco, nombre completo del Libertador, nació en Caracas el 24 de julio de 1783. Sus padres pertenecían a la elite local de la capital venezolana y eran descendientes de familias que remontaban sus orígenes a los primeros siglos de presencia española en América. Bolívar tuvo una infancia feliz aunque un tanto enfermiza y la muerte prematura de sus padres marcó profundamente su carácter. Sometido a la tutela de don Carlos Palacios y Blanco, uno de sus tíos,  personaje estricto y de áspero carácter con el que nunca se llevó bien, el joven Simón se escapó de su casa con apenas once años, buscando refugio en la de su hermana mayor, María Antonia.

Tras un litigio por dilucidar a quién correspondía su custodia, la Real Audiencia de Caracas le obligó a volver con su odiado tío, que tomó entonces la decisión de encerrarlo en un internado que parecía sacado de las novelas de Dickens. Tras varios intentos fallidos de fuga, el cierre inesperado de aquel siniestro lugar le libró de su prisión. En la academia dirigida por el padre Andújar, el inquieto joven recibió lecciones de Historia y ciencias, conocimientos que le sirvieron para empezar a modelar su carácter, a los que se unió su formación castrense cuando ingresó con catorce años en el Batallón de Milicias de blancos de los Valles de Aragua. Un año después, en 1799 Simón Bolívar fue enviado a España para continuar con sus estudios. De nuestro país viajó hasta París, atraído por la profunda admiración que sentía por Napoleón al que consideraba un héroe de la libertad. Instalado de vuelta en Madrid, en 1800 conoció a María Teresa Rodríguez del Toro y Alaiza, una hermosa joven cuya familia mantenía estrechos lazos con la alta sociedad venezolana. Cautivado por su belleza y su carácter amable y educado, el impresionable Simón se enamoró perdidamente de ella. El 26 de mayo de 1802, los dos jóvenes contrajeron matrimonio y el 15 de junio partieron rumbo a Caracas.

 

 

Sin embargo, el 22 de enero de 1803, apenas ocho meses después de su llegada a América, María Teresa enfermó de fiebre amarilla muriendo al poco tiempo. Simón, destrozado por la muerte de su esposa y sumido en una profunda depresión, juró que no volvería a casarse. El futuro Libertador de Hispanoamérica tiene apenas veinte años y decide entonces emprender un largo viaje para aliviar su pena. Así, ese mismo año regresa de nuevo a Europa y concretamente a París, deseando volverse a encontrar con el mismo espíritu revolucionario que había vivido durante su primera estancia en la ciudad. Sin embargo, la coronación de Napoleón como emperador le causó una profunda decepción y abandonó Francia, visitando a continuación varios países europeos. Es en Italia, en la cima del Monte Sacro de Roma, donde el joven e impetuoso Bolívar juró, el 15 de agosto de 1805, liberar a toda América del yugo de la corona de España. A su regreso a América y antes de volver de nuevo a Caracas en 1806, recorrió distintas ciudades norteamericanas contemplando con sus propios ojos muchos de los lugares que fueron escenario de la revolución que trajo consigo la independencia de los ingleses. Todas estas experiencias sirvieron para forjar sus firmes propósitos de contribuir a la emancipación de toda América.

 

UN CONTINENTE EN ARMAS

 Con la ocupación de España por las tropas napoleónicas, se creó en Venezuela una Junta de Gobierno propia, produciéndose reuniones secretas en las estancias de las principales familias criollas, entre ellas la de Bolívar. La agitación política culminó en el movimiento revolucionario del 19 de abril de 1810 y en la constitución del primer Gobierno de la América española. Desde un primer momento, Bolívar destacó como uno de los más decididos y entusiastas defensores de la causa de la independencia, rasgo de su personalidad que junto a su experiencia adquirida en Europa influyeron en su nombramiento como comisionado ante el Gobierno británico por la Junta de Caracas para buscar apoyo a la revolución en marcha. A finales de 1810 regresó de Londres y junto al general Miranda organizó la Sociedad Patriótica cuyo ideario ejerció gran influencia en el Congreso que proclamó la independencia de Venezuela el 5 de julio de 1811.

Las debilitadas fuerzas españolas en el continente recibieron órdenes de sofocar la revolución en marcha y muy pronto tuvieron lugar los primeros enfrentamientos armados entre fuerzas realistas y emancipadoras. Con el rango de coronel de milicias, Bolívar asumió el mando de tropas revolucionarias al frente de las cuales participó en algunas campañas y escaramuzas menores. Sin embargo, su escaso equipamiento y deficiente instrucción provocaron que fueran derrotadas. Estos fracasos iniciales, unidos a las críticas expresadas por un impulsivo Bolívar contra sus rivales políticos, le granjearon un buen número de enemigos entre sus propias filas. A pesar de estos reveses, una serie de triunfos militares sobre los realistas contribuyeron a afianzar su prestigio y la liberación de Venezuela en 1813, conseguida tras enfrentarse a fuerzas muy superiores, lo convirtieron en un auténtico héroe.

Pero las intrigas y recelos que él mismo había sembrado no tardaron demasiado en pasarle factura. Sin apoyos que sustentasen sus ambiciones, Bolívar renunció al mando de sus tropas en un gesto que intentaba evitar una guerra civil en el seno del movimiento emancipador. Se exilió entonces en el Caribe, donde escribió el famoso documento Carta de Jamaica, auténtica declaración de intenciones en donde el Libertador examina las causas del fracaso en la marcha de la guerra, las posibilidades de éxito de los estados sudamericanos emergentes, al mismo tiempo que realiza una exposición de cual sería la mejor forma de gobierno para estas nuevas naciones. Tras el fracaso de un complot para asesinarlo, Bolívar se traslada a Haití en enero de 1816, país en donde conoce la noticia de la negativa de las autoridades británicas a facilitar su ayuda a la lucha emancipadora.

 

Mientras se producían todos estos acontecimientos, el final de la Guerra de la Independencia en España permitió el envío a América de un poderoso contingente de tropas al mando del general Pablo Morillo para sofocar las revueltas en el continente. Ante lo delicado de la situación, el Libertador se apresuró a buscar los apoyos y recursos necesarios para hacer frente a la amenaza. Pétion, presidente de la República de Haití, se los facilitó bajo la promesa de Bolívar de liberar a todos los esclavos de las nuevas naciones americanas. Al mismo tiempo, consiguió reclutar un ejército formado por un gran número de mercenarios británicos e irlandeses que estaban buscando trabajo tras el final de las guerras napoleónicas en Europa. Con estos refuerzos concentrados bajo su mando, volvió a Venezuela para emprender una serie de campañas militares decisivas en las que se sucedieron las derrotas realistas. En 1822, tras su entrevista en Guayaquil con el general San Martín, el líder argentino de la causa emancipadora, este último le cedió su ejército, comprendiendo la necesidad de unir las fuerzas revolucionarias del norte y el sur para emprender la liberación del Perú, el último bastión de los fuerzas españolas en el continente.

 

UN ADVERSARIO COMPETENTE

 Tras los continuos éxitos militares obtenidos por los rebeldes en Perú, el virrey Pezuela, representante de España, se planteó la posibilidad de una rendición, lo que provocó una inmediata reacción por parte de los oficiales españoles contrarios a esa medida que terminó desembocando en el conocido como pronunciamiento de Aznapuquio, auténtico golpe de estado que supuso su destitución fulminante, siendo sucedido al frente del virreynato en enero de 1821 por el general José de la Serna e Hinojosa, un veterano condecorado que había luchado contra los franceses. Su abrupto nombramiento fue aprobado por el Gobierno del Trienio Liberal, aunque no sería confirmado en su puesto hasta el 9 de agosto de 1824 por Fernando VII.

De la Serna era un firme defensor de la idea de un imperio español de carácter liberal, aceptando la posibilidad de conceder el perdón o entablar negociaciones con los rebeldes en el caso de que aceptasen volver a someterse a la soberanía de la corona española. Su actitud indulgente no sirvió para aplacar las intenciones del movimiento emancipador y el nuevo virrey sufrió una nueva serie de derrotas frente a las tropas de San Martín. Sin embargo, de la Serna supo aprovecharse de las rivalidades entre los dos líderes de la causa rebelde y de la dispersión de sus fuerzas. Así, hasta que tuvo lugar la reunión conciliadora en Guayaquil entre Bolívar y el general argentino, el virrey tuvo tiempo de reagrupar a sus fuerzas y en el verano de 1824 había conseguido reunir a unos 10.000 soldados realistas, bien equipados y con un alto nivel de instrucción. Muchos de ellos habían servido en el ejército rebelde pero habían decidido cambiar de bando cuando de la Serna garantizó personalmente el pago completo y regular de las soldadas, algo inusual en aquella época y que influía decisivamente en las tropas mercenarias a la hora de tomar partido en las campañas americanas.

Bolívar, confiado en su capacidad militar y acompañado por Antonio José de Sucre, su segundo al mando, marchó hacia el sur del Perú al mando de un ejército veterano compuesto por cerca de 9.000 soldados que incluía lo que quedaba de las antiguas tropas mercenarias europeas. Sucre había demostrado con creces su gran talento militar en el despliegue del ejército emancipador en varias campañas, convirtiéndose en su comandante más capacitado y ganándose la confianza plena del Libertador, que llegó a considerarle como su posible sucesor. Tras la victoria obtenida el 5 de agosto de 1824 sobre los realistas cerca del lago Junín, Bolívar se retiró hacia la costa y decidió ceder el mando de las operaciones a Sucre, que permaneció con el grueso del ejército acantonado en el altiplano central peruano.

De la Serna también confiaba plenamente en las capacidades de uno de sus subordinados. Al mando de su caballería, el general José de Canterac estuvo a punto de barrer a las tropas rebeldes durante la batalla de Junín, derrota de la que se salvaron en último extremo gracias a la intervención de las fuerzas de reserva que atacaron a la retaguardia española. Canterac consiguió salvarse y al mando de sus jinetes se unió al ejército que de la Serna estaba organizando en el Cuzco para enfrentarse contra Sucre en la que se acabaría convirtiendo en la última gran batalla por la independencia de América.

 

ÚLTIMOS PREPARATIVOS

 En octubre de 1824 los generales Canterac y Valdés unieron sus respectivos ejércitos bajo el mando personal del virrey de la Serna. Las fuerzas realistas, compuestas por tropas indígenas veteranas de las campañas del Bajo y el Alto Perú, alcanzaban los 9.000 soldados de infantería y 1.300 jinetes. El virrey ordenó que estas avanzasen hacia las posiciones que ocupaba Sucre en el altiplano peruano, con la intención de situarse entre las tropas rebeldes y la costa, impidiendo de esa forma que sus enemigos pudieran recibir suministros por mar al mismo tiempo que maniobraba para situar a sus piezas de artillería en una posición privilegiada. Mientras tanto, el general Sucre pretendía presentar batalla en una llanura donde los ríos del altiplano pudieran proteger el avance de sus hombres, un ejército heterogéneo en el que luchaban venezolanos, colombianos, peruanos y ecuatorianos.

Poco a poco se fueron estableciendo los límites que iban a enmarcar el escenario donde iba a tener lugar el decisivo combate que se avecinaba. Ambos ejércitos estaban muy igualados y cualquier ventaja táctica, por pequeña que fuese, podía ser trascendental a la hora de decidir la victoria para uno de los dos bandos. De la Serna y Sucre sabían lo que se jugaban y ninguno tenía prisa por ser el primero en provocar al otro, circunstancia que influyó para que ambos jefes actuasen con extremada cautela. A principios del mes de diciembre se hizo evidente que no iban a poder seguir rehusando el combate por mucho más tiempo y que este tendría lugar en la llanura de Ayacucho. De la Serna decidió entonces dar el primer paso haciendo avanzar a sus fuerzas hacia Huamanga con la intención de contactar con la retaguardia de Sucre. Después de algunas escaramuzas como el combate de Matará o Colpahuaico, en los que las tropas realistas obtuvieron pequeñas victorias llegándose a apoderar del tren de bagaje de los rebeldes, los dos ejércitos maniobraron hasta situarse frente a frente.

De la Serna envió entonces un batallón de caballería ligera a la base de los Altos de Condorcanqui desde los que se dominaba el campo de batalla de Ayacucho. Al mismo tiempo Sucre situó a sus tropas en una serie de elevaciones suaves que dominaban el valle por el este. A pesar del calculado despliegue de las tropas, ninguno de los dos bandos se encontraba satisfecho con la posición que ocupaba sobre el campo de batalla. Sin tiempo para rectificar, en la noche del 8 al 9 de diciembre se produjeron algunos tiroteos esporádicos entre pequeños contingentes de los dos ejércitos. Con las primeras luces de la mañana, los realistas iniciaron una inesperada maniobra que les hizo perder la ligera ventaja con la que contaban, descendiendo por las laderas de Condorcanqui con la intención de caer por sorpresa sobre el ejército de Sucre. La batalla no podía demorarse por más tiempo.

 

COMBATE DECISIVO

 Aprovechando la oscuridad de la noche, el general Valdés avanzó hacia el norte al frente de dos batallones de infantería y dos escuadrones de caballería con la intención de alcanzar una posición desde la que atacar el flanco izquierdo del enemigo. Al mismo tiempo, Sucre ordenó al general colombiano José María Córdoba, uno de sus lugartenientes, que se desplegase para desorganizar a las tropas enemigas usando la caballería bajo su mando. Valdés cayó sobre las fuerzas del general La Mar, jefe del ala izquierda rebelde, que resistió el ataque a costa de sufrir numerosas bajas.

El ejército realista maniobró entonces torpemente y el desorden entre sus líneas fue aprovechado por Córdoba. El militar colombiano era un hombre enérgico en el que sus hombres confiaban plenamente. Sin dudarlo, mató a su caballo para obligarlos a que permanecieran a su lado, sin ceder un palmo ante el ataque de las tropas enemigas. Su reacción permitió a la caballería arrollar al flanco izquierdo del ejército de de la Serna. El signo de la batalla parecía decantarse del bando rebelde, aunque su resultado final iba a depender de lo que sucediese en el centro de los combates. La infantería de Sucre y la del virrey se encontraron frente a frente, chocando con violencia y descargando sus mosquetes a muy corta distancia, mientras la ventaja de la artillería realista quedó anulada, sin poder disparar sus cañones contra la masa de soldados de uno y otro bando entremezclados.

De la misma forma, la caballería tuvo que replegarse ante el coraje mostrado por las tropas de William Miller, un general británico veterano de las guerras napoleónicas que estaba al mando del cuerpo de reserva de Sucre. La situación comenzaba a hacerse insostenible para el ejército realista, que sufrió además la pérdida de liderazgo cuando de la Serna resultó herido y fue hecho prisionero. A partir de ese momento, las tropas situadas en el centro comenzaron a retroceder en completo desorden, intentando ponerse a salvo en las laderas de las colinas que rodeaban el campo de batalla. Canterac asumió entonces el mando y a pesar del caos reinante mantuvo la sangre fría suficiente para ordenar a Valdés que atacase por el flanco a los rebeldes.

En una maniobra desesperada, el general español había conseguido que sus hombres se situasen en una posición privilegiada, logrando que mantuviesen la disciplina y no huyeran en desbandada, avanzando en orden cerrado contra el ala desprotegida del ejército de Sucre. Cuando parecía que la victoria no podía escapársele de las manos, el comandante rebelde se vio amenazado por el movimiento envolvente desplegado por Valdés. Las tropas emancipadoras, lanzadas en persecución del enemigo y exhaustas por el combate, habían roto sus filas y estaban tan desorganizadas como las realistas. Fue un momento crítico para los dos contendientes, en que los platillos de la balanza de la victoria podían decantarse definitivamente por uno u por otro.

Cuando todo parecía perdido, hizo de nuevo su aparición el general Miller al frente de la caballería que había quedado en la reserva. El militar británico se había dado cuenta de la delicada situación en la que se encontraba el flanco rebelde y decidió tomar la iniciativa antes de que fuera demasiado tarde. Sus jinetes, que a esas alturas de la batalla todavía no habían llegado a entrar en combate, estaban frescos y se lanzaron a la carga contra las ordenadas filas de la infantería de Valdés a las que cogieron totalmente por sorpresa. En apenas unos minutos, la última unidad realista que permanecía cohesionada se convirtió en una multitud de soldados incontrolables que huían en desbandada presos del pánico. Canterac contempló aquel desastre y ante la evidente victoria de sus adversarios decidió capitular.

 

LOS TÉRMINOS DE LA RENDICIÓN

 Convencido plenamente de que el talento militar de de la Serna sería capaz de infligir una contundente derrota a los rebeldes que serviría para invertir la marcha de la guerra, en el mismo día de la batalla Fernando VII lo nombró conde de los Andes. Convaleciente de sus graves heridas, al final de aquella jornada histórica el virrey sólo pudo ser testigo de la rendición firmada entre Sucre y Canterac. En sus términos se estipulaba la entrega por el ejército español de todo el territorio del Perú, incluidas las fortalezas, cuarteles y demás instalaciones militares, al mismo tiempo que renunciaba a continuar la lucha y se comprometía a poner en libertad a todos los prisioneros. Por su parte, el nuevo estado respetaría los bienes de los españoles ausentes del territorio, concediéndoles un plazo de tres años para disponer de ellos. Los funcionarios que habían estado al servicio del Gobierno de España podían permanecer en sus puestos, garantizándose que no sufrirían ningún tipo de represalia, dándoseles la oportunidad de renunciar al cargo. Finalmente, se reconocía la deuda contraída por la Hacienda española en el territorio del virreinato, aunque esta cláusula quedó pendiente hasta su aprobación por el Gobierno de la nueva nación.

Mientras los generales y sus oficiales discutían los términos de la rendición en un ambiente de cordialidad entre caballeros, las tropas victoriosas se dedicaron al saqueo. La caballería de Sucre persiguió sin tregua a los realistas supervivientes que intentaban ponerse a salvo. La ruta que siguieron en su retirada se convirtió en un reguero de pertrechos y bagajes militares abandonados, algunos de ellos muy valiosos, por los que los soldados del ejército vencedor se peleaban. Mientras tanto, sobre el campo de batalla de Ayacucho yacían los cuerpos de los muertos y podían oírse los lamentos de los heridos que no recibían atención médica. Las cifras de bajas de uno y otro bando nos dan una idea de la ferocidad de los combates. Entre las tropas del virrey éstas ascendieron a un número aproximado de 2.000 soldados mientras que las sufridas por los rebeldes superaron el millar.

La victoria aplastante obtenida por Sucre en Ayacucho puso fin a la guerra por la independencia en el Perú, si bien la resistencia realista continuó durante algún tiempo en algunos focos aislados, entre ellos el liderado por el brigadier general Pedro Antonio de Olañeta, que se negó a reconocer la capitulación de de la Serna y que resistió en la ciudad boliviana de Oruro durante un tiempo. También es destacable el caso del coronel José Ramón Rodil, que al mando de las fuerzas acantonadas en la fortaleza del Real Felipe en el puerto del Callao, resistió dos años de asedio por parte de las tropas emancipadoras.

 

EL WATERLOO AMERICANO

 La admiración que Bolívar sintió durante su juventud por Napoleón se transformó en un profundo desprecio cuando el general corso, fruto engendrado durante la Revolución Francesa, se autoproclamó emperador y quiso someter a toda Europa. No debe por tanto extrañarnos que el Libertador de la América hispánica comparase en uno de sus escritos, usando términos de trascendencia histórica, la derrota sufrida por Napoleón en Waterloo con la victoria obtenida por Sucre en Ayacucho, dos de los momentos más felices de su emocionante, y a la vez, atormentada vida. De esta forma quiso expresarlo cuando escribió, “…La Batalla de Ayacucho es el clímax de la gloria americana y el trabajo del general Sucre…Así como la batalla de Waterloo decidió los destinos de las naciones europeas, la de Ayacucho decidió el destino de las naciones de América”.

Salvando las distancias, relativas únicamente al tamaño de los contingentes enfrentados y a la separación geográfica, Bolívar acertó plenamente en su análisis sobre la trascendencia histórica de ambos acontecimientos. En el caso que nos ocupa, la victoria obtenida en Ayacucho supuso para España la pérdida irreparable del inmenso territorio de sus colonias americanas continentales, circunstancia que marcó el declive definitivo de nuestro país como potencia europea. Sin embargo, la idea utópica de una América unida que Bolívar esperaba cumplir tras obtener la independencia, pronto se vio defraudada por las envidias, ambiciones y rivalidades de muchos de los líderes que habían luchado por conseguirla.

En cuanto a la suerte corrida por los protagonistas de este episodio de la Historia compartida entre ambos lados del Atlántico, dependió de los planes que les deparó el destino. El virrey de la Serna se recuperó de sus heridas y regresó a España. A pesar de la derrota sufrida en Ayacucho y de las consecuencias trascendentales que supuso para nuestro país, fue exculpado de cualquier tipo de responsabilidad, siendo reconocido su heroísmo por el propio Fernando VII. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con otros oficiales españoles que participaron en la batalla. Según la teoría defendida por algunos historiadores, el resultado final de la batalla podría haber sido pactado de antemano. Estos mismos autores fundamentan su afirmación en el dato confirmado que demuestra que muchos de los mandos realistas tenían ideas liberales contrarias a Fernando VII y pertenecían a la masonería, principios que compartían con muchos de los jefes emancipadores. Siguiendo con esta arriesgada hipótesis, si se hubieran rendido sin presentar batalla podían haber sido juzgados por traición, decidiendo entablar un combate perdido de antemano para mantener las apariencias. Lo que en un principio podía parecer descabellado, encuentra cierta lógica cuando varios de los oficiales que regresaron a España, despectivamente llamados ayacuchos, fueron acusados de haber perdido “masónicamente” la batalla por parte del estamento militar fiel a Fernando VII.

Simón Bolívar vio desvanecerse su sueño de unidad  inspirado por el ejemplo de los Estados Unidos, viendo como se fragmentaba en una serie de luchas intestinas alentadas por algunos de los que habían sido hombres de su plena confianza. A esta nueva decepción se unió la noticia del asesinato de Sucre, suceso que minó aún más su delicado estado de salud. Abandonado por la mayoría de sus seguidores, el 17 de diciembre de 1830, el Libertador moría en su exilio colombiano, rodeado por un puñado de fieles que permaneció a su lado.

 

ANEXO I: EL MAL DE ALTURA

 El origen toponímico de Ayacucho proviene del nombre de los altos que rodeaban el altiplano, que en lengua quinoa significa “la esquina de la muerte”. El escenario de la batalla se encuentra a más de 3.350 metros sobre el nivel del mar, una altura que puede provocar en personas que no estén acostumbradas síntomas de hipoxia, más conocida como mal de altura. Éstos se producen cuando el cuerpo humano se ve privado de un suministro adecuado de oxígeno y se manifiestan con dolores de cabeza, fatiga, náuseas y pérdida de equilibrio. En los casos más graves pueden llegar a provocar un coma en la persona afectada.

Teniendo en cuenta la gran altitud a la que se encuentra Ayacucho, el mal de altura padecido por los soldados podía convertirse en un grave problema, influyendo en su rendimiento mental y físico hasta el punto de decidir el resultado final de la batalla. Durante el invierno, un inteligente Bolívar previno sus consecuencias ordenando a Sucre que mantuviera a sus tropas acantonadas en tierras altas, preparando su aclimatación a las cumbres peruanas en las que se iba a desarrollar la campaña. En el transcurso de unas semanas el cuerpo humano produce la suficiente cantidad de glóbulos rojos para contrarrestar los desagradables efectos provocados por la hipoxia.

De la misma forma, De la Serna había concentrado sus fuerzas en Cuzco, que se encuentra a una altura similar a la de Ayacucho. Sin embargo, los soldados realistas que venían de la costa del Pacífico se vieron afectados por problemas fisiológicos durante la batalla. Tampoco los rebeldes se libraron del todo del mal de altura. Después de sufrir las duras condiciones del invierno andino, muchos de los caballos del ejército de Sucre, sucumbieron diezmados por el hambre, el frío y la hipoxia. La situación llegó a tal punto que muchas compañías de caballería tenían que ir montadas en las mulas que arrastraban el tren de suministros, animales mucho más resistentes que se adaptaron con mayor rapidez a la altitud.

 

ANEXO II: ANTONIO JOSÉ DE SUCRE

El líder y destacado militar de la independencia americana nació en 1785 en la ciudad venezolana de Cumaná. De origen criollo, era alférez del ejército realista cuando en 1810 decidió unirse al movimiento emancipador surgido en Caracas. Desde ese momento pcombatió en todas las operaciones militares importantes que se desarrollaron contra las fuerzas leales a España, destacando por sus brillantes capacidades como estratega y alcanzando por ello el generalato. Sirviendo en el ejército de Bolívar, en 1818 participó en la reconquista de Venezuela y al año siguiente en la campaña de Nueva Granada, distinguiéndose en las batallas del Pantano de Vargas y en la de Boyacá, méritos que le permitieron acceder al reducido círculo de colaboradores del Libertador, convirtiéndose en uno de sus lugartenientes de confianza.

En 1820 fue delegado por Bolívar para que firmase con el bando realista el armisticio de Trujillo. Cuando se reanudaron las hostilidades, Sucre se puso al frente de las tropas rebeldes, liderando la última fase de la guerra. En mayo de 1821 emprendió la campaña del Ecuador, sin obtener resultados apreciables hasta que recibió el apoyo de 1.200 soldados argentinos enviados por San Martín, encadenando una serie de brillantes victorias. Sus éxitos proporcionaron a Bolívar la iniciativa militar y política frente a las aspiraciones del general argentino. En septiembre de 1823 marchó junto al Libertador hacia el Perú, reclamado por los partidarios de la independencia.

La victoria obtenida en Ayacucho lo convirtió en un héroe. El Congreso peruano le otorgó el título de Gran Mariscal y fue ascendido a general en jefe de su ejército. Tras la derrota española, Sucre vaciló en proseguir su campaña penetrando en el Alto Perú, debido a la confusión política que reinaba en la región y que desaconsejaba una intervención. Persuadido por el líder boliviano Casimiro Olañeta,  que le convenció de la necesidad de fundar una república en el Alto Perú, independiente de la vecina argentina, decidió finalmente lanzarse a la conquista de la región. Después de derrotar a las fuerzas españolas en la batalla de Tumusla, convocó una asamblea constituyente para decidir la independencia del país, decisión que le enfrentó a Bolívar, partidario de unir la región a Lima. Finalmente se impuso el criterio de Sucre y el 25 de mayo de 1826 la Asamblea boliviana lo nombró Presidente con plenos poderes.

Superadas sus reticencias iniciales, Sucre se dedicó en cuerpo y alma a la organización de la nueva república que él mismo había ayudado a independizarse. Inspirándose en la división administrativa francesa, dividió el territorio en provincias y departamentos, emancipó a los esclavos, estableció la libertad de imprenta y redujo los privilegios eclesiásticos, favoreciendo una política educativa promovida por el estado. Su comportamiento al frente del Gobierno fue intachable y honesto, pero desde un primer momento tuvo que hacer frente a una inestabilidad política que contribuyó a debilitar su posición. Los motines y sublevaciones motivados por luchas internas se sucedieron y en uno de ellos Sucre resultó herido.

Finalmente, el 3 de agosto de 1828 se hizo efectiva su renuncia al frente del Gobierno de Bolivia y acompañado por sus tropas leales regresó a Bogotá, capital de la denominada entonces Gran Colombia. La presencia de Sucre reforzó la posición de Bolívar, que ejercía una dictadura sobre el joven país, convirtiéndose en el principal sostén del régimen. Sin embargo, en junio de 1830, mientras se dirigía hacia el Ecuador, Sucre fue asesinado mientras atravesaba las montañas de Berruecos. Nunca pudo esclarecerse quienes fueron los instigadores del crimen, aunque todas las sospechas apuntaron hacia los rivales políticos del Libertador. Su muerte precipitó, en todos los sentidos, la caída de Bolívar.

 

 José Luis Hernández Garvi